SOY UN PEZ NARANJA

6/6/2019

Ayer maté a mi pez naranja enfermo con aceite de clavo. Luego forré una pequeña caja de cartón con paja y flores de hinojo silvestre y lo deposité dentro con cuidado. La cola, antes larga y sedosa, colgaba como una rebaba y tuve que doblarla suavemente para que cupiera. Cuando lo vi bien, lo cubrí con una hoja de parra y cerré las solapas. Salí bajo la lluvia en chanclas, cogí la pequeña pala de jardinería e hice un agujero junto a la esquina trasera de la casa, el lugar menos transitado en el que podía pensar y donde, hace un par de años, enterré a un pájaro que entró en casa y tuvo la mala suerte de ser detectado por uno de los gatos. Lo cubrí con la misma tierra que había retirado, le dije adiós para siempre y volví a casa a limpiar la pecera. La vi enorme sin él.

Llegó a nosotros porque se peleaba con los peces con los que compartía espacio y su dueño iba a tirarlo por el váter. Nos lo quedamos, pensando que probablemente duraría poco. No fue así, llevaba ya varios años con nosotros, pero anteayer lo encontré tumbado en el suelo de la pecera. Grité ¡el pez ha muerto! y me tiré al suelo de rodillas para llorar. Mi hijo, que tiene diecinueve meses, me miró con cara compungida y confundida, casi haciendo un puchero por pura empatía. Le dije que estaba muy triste y me abrazó, para pasar, al momento siguiente, a hacer otra cosa más interesante. Cuando me incorporé para acercarme a despedirme del pez, lo vi boquear con esfuerzo. ¡Está vivo!

Llamamos al veterinario, pero nos dijo que había poco que hacer. Nos recomendó sacar volumen de agua para que estuviera más cerca de la superficie y, por tanto, del oxígeno, y añadir sal marina para depurar su organismo. Entramos en internet a buscar soluciones para aliviar su sufrimiento, mientras debatíamos lo precipitado que sería matarlo sin saber si podía acabar viviendo, o lo despiadado que resultaba dejarlo ahí agonizando. Yo pensé que lo mejor era dejarlo en paz, pues así es como todos los animales viven y mueren en la naturaleza. Al mismo tiempo, me di cuenta de que nunca dejaría a alguno de mis gatos o perros, o a cualquier mamífero, en un sufrimiento indefinido. Así que decidimos actuar como lo haríamos con cualquier ser por quien sintiéramos amor y respeto y le diluimos en el agua una dosis de aceite esencial de clavo, que lo dejó anestesiado primero y sin vida después. Y yo pasé toda la tarde anulada, muerta de pena, por un pez naranja.

Por dentro estoy emocionalmente desbordada, sobrepasada. Por fuera, nadie lo diría. Puede que por eso ahora venga la historia del primer viaje que hice sola en mi vida, hace cinco años. Y puede, y solo puede, que después de todo este tiempo tratando de recopilar lo que escribí sobre el viaje (sin éxito), hoy me haya decidido a recomenzar, pues ayer, cuando vi a mi pez naranja dar su último suspiro, regresé a Islandia.

Era el 8 de septiembre de 2014 cuando, en la playa de Djúpalónssandur, desierta, ventosa y oscura, encontré un pez moribundo en la orilla. Lo vi brillar de lejos y me acerqué pensando que era algo metálico, tal vez un tesoro que llevarme de recuerdo. Ignoro cómo funciona el océano, las mareas y la vida de los peces en general. No sé por qué ese pez fue a parar ahí, pero era muy pequeño: cabía en el hueco de una de mis manos y las tengo minúsculas.

Por un momento me vino la oleada de siempre. La de no sé qué hacer. La de me voy a equivocar. La de esto es demasiado para mí. La de date la vuelta y no te metas o sufrirás. Pero algo me empujó a agacharme sobre las piedras, a cogerlo con cuidado, a pedirle perdón y a tirarlo al océano todo lo lejos que pude, esperando no haberle hecho daño. Pasado el susto vinieron la tristeza, la euforia y el marasmo de emociones inexplicables que suelen terminar en llanto. 

A continuación —como he hecho toda la vida—, me lo tragué todo rápido para seguir adelante sin que nadie supiese qué había pasado, o si había pasado algo siquiera. 

Esto que viene a continuación es la historia de cómo pasé quince días en Islandia, sola, lejos de casa por primera vez, y de cómo en ese viaje descubrí que yo también soy una isla.